Ricardo Piglia señala que la literatura es un campo de lucha
[1] . La asociación de crítica con “lucha” ya estaba presente en “La técnica del crítico en trece tesis” de Walter Benjamín quien señala como primer principio: “I. El crítico es un estratega en el combate literario”
[2]. Pero ¿qué sería aquello que se disputa? En principio, el poder detentar verdad, pero también legitimidad, posiciones más centrales en el campo literario, influencia, etc. En lo que sigue, intentaré demostrar que la presencia hegemónica del paradigma impresionista/inmanentista ha contribuido, entre otros factores claro está, a la persistente decadencia de la crítica literaria en prensa en Chile, con la consiguiente pérdida casi absoluta de influencia más allá del campo propiamente literario. Lo que está en juego en esto es si la crítica literaria podrá pensarse a sí misma con otros roles culturales, más allá de la evaluación de libros y autores.
Michel de Certeau afirma que las estrategias son o pertenecen a los "fuertes"
[3], en cuanto cálculo de relaciones de fuerzas en torno a un "lugar" que se constituye a partir de un sujeto de voluntad y poder. Las tácticas, entretanto, pertenecen a los "débiles", y pueden ser entendidas como artes o acciones calculadas teniendo como único "lugar" el lugar diseñado por el otro; es decir, toda táctica se realiza con referencia a ese lugar diseñado por quienes deciden las estrategias y las implementan. Toda estrategia se piensa, se elabora, se pone en práctica, desde un lugar (una organización, una institución, un grupo, por lo general extraño a los sectores populares) ocupado por sujetos de voluntad y poder; es decir, por sujetos que deciden qué quieren decir y hacer, y luego lo dicen y lo hacen. De acuerdo a De Certeau, habría que identificar al crítico en tanto sujeto fuerte, un sujeto territorializado, instalado en el lugar seguro de su disciplina. Sin embargo, nuevamente siguiendo a De Certeau, tendríamos que virar esta figura omnipotente del crítico hacia un sujeto capaz de situarse en el nivel de la táctica, un sujeto que permanentemente deviene y que, por tanto, se encuentra en continua desterritorialización. Abordar entonces al homo criticus, a partir de su condición de sujeto que utiliza ya no estrategias sino tácticas, tácticas del débil que jamás pierdan de vista el lugar desde donde se impone la estrategia de disciplinamiento. La crítica literaria chilena, especialmente la publicada en la prensa, vive encerrada en una paradoja, a saber: en apariencia subsiste en tanto pensamiento estratégico, pareciera que los críticos estuvieran dibujando el escenario del gusto y del consumo literario, marcando las posiciones de centralidad y marginalidad que ocupan los autores y los libros. Sin embargo, esto no pasa de ser solo una apariencia. El quehacer crítico tiene su diseño fuera de su propio campo, es decir, en las estrategias de consumo promovidas por el mercado. Es, por lo tanto, una actividad táctica. Pero no es un ejercicio táctico de resistencia, sino de acople o acomodo a los lineamientos de la estrategia. Nos vemos así expuestos a la multiplicación de actos críticos cuyo sedimento es la voluntad de poder o más bien la consolidación del lugar táctico amparado por el poder estratega tendiente a establecer una institución crítica juzgadora y jerarquizante, mediadora en tanto dispositivo capaz de intermediar entre el autor/la obra y los gustos de un público asumido específicamente como consumidor.
Benjamín liga libros con prostitutas y dice: “Los libros y las prostitutas ventilan sus discusiones en público” (op. cit., 48); libros y prostitutas en el espacio público. Ahora yo, podría señalar, completando la cita, que el crítico- lector -el cabrón, el chulo, el proxeneta- será la tercera pieza de esta tríada ya que también ventila sus discusiones en público; sin embargo, habría que intentar darle un giro a esta tríada. Porque Benjamín cuando alude a los libros y las putas, lo hace a partir de la denuncia de una lógica de espectáculo, de mera ventilación. Entonces: me parece no solo posible sino necesario que tanto el libro como la prostituta y el crítico asuman en el lugar de lo público su opositividad, su vinculación con valores sociales, políticos, ideológicos. El cambio radical, será de tal modo, revertir la lógica del táctico cómplice y devenir táctico de resistencia. Porque el libro y la prostituta –como señala Benjamín- durante años ceden a todo por “amor”, “hasta que un día aparece en la calle, convertido en un voluminoso ‘corpus’ que se pone en venta” (op. cit., 48). Para tales efectos, deberá deconstruir el formato crítico convencional. Asumir entonces, tal como señalaba Theodor Adorno respecto al ensayo en tanto género
[4], que no puede adscribirse ni a la ciencia ni a la filosofía, en vista de su índole intermedia y, que, siendo uno de sus imperativos el ludismo (la capacidad del ensayista de liquidar las premisas de que parte) no ha de considerarse ensayo aquel escrito que de alguna manera proponga o defienda un dogma, una ortodoxia, fundado en un yo autoritario, explicativo. Apostar entonces, por la opacidad del discurso en la cual el crítico pueda escenificar ya no su objetividad mediante estrategias que lo sitúen como un sujeto aséptico, no contaminado con una postura sobre el texto cuando este dialoga con el contexto. El crítico se asume como una supraconsciencia, una suerte de mirada omnisciente, sin nostalgia, solo exhibiendo posibilidades. Las políticas de autoafirmación social, intelectual se imponen más que la postura o el deseo de manifestarse como un crítico que lee desde la crisis y el compromiso. Hemos sido sobre-educados para no disentir, para situarnos a-críticamente o, por lo menos, para develar crisis pero no comprometerse con ninguna. Siempre se impone lo conciliatorio. La literatura, tal como señala Ricardo Piglia es “un espacio fracturado, donde circulan distintas voces que son sociales” (op. cit., 11). Es aquí donde se revela la posibilidad de fracturar este devenir crítico débil, no consciente de su cada vez más devaluado devenir en el campo cultural. Se debe, entonces, dejar que lo social se instale al interior mismo de lo literario. Para ello, desde la perspectiva crítica de E. Said, es el propio crítico quien debe concebirse como aquel sujeto “que reconstruye su vida en el interior de los textos que lee… porque toda crítica se escribe desde un lugar preciso y desde una posición concreta” (op. cit., 13).
En El mundo, el texto y el crítico E. Said señala que la crítica siempre está situada: “es escéptica, secular y está reflexivamente abierta a sus propios defectos”
[5]. Esto solo puede suceder si el sujeto tiene conciencia crítica de sí y del contexto. Ya no será entonces posible, una crítica inmanentista o tendiente solo a aplicar modelos teóricos. El crítico literario ya no podrá instalarse como una entidad ligada a la verdad, a la revelación de la supuesta esencia del texto. La crítica situada privilegia entonces, la subjetividad, los valores políticos, sociales y humanos del sujeto crítico. Porque los textos están: “siempre enredados con la circunstancia, el tiempo, el lugar y la sociedad; dicho brevemente, están en el mundo y de ahí que sean mundanos” (op. cit., 54). La crítica secular se caracteriza entonces, fundamentalmente por su carácter mundano y “oposicional”; esto es, irreductible a cualquier doctrina o posición política sobre una “determinada cuestión” (op. cit., 46). Ejercer la crítica no es ni validar el statu quo ni unirse a una casta sacerdotal de acólitos y metafísicos dogmáticos (op. cit., 16). El crítico debe sospechar de cualquier totalización, de cualquier forma de reificación; para evitar caer en el monologismo. Este tipo de crítica solo podrá ejercerse al margen y más allá del consenso que gobierna hoy en día el arte (op. cit., 16).
De acuerdo a Bernardo Subercaseaux
[6] la crítica literaria chilena se moderniza, en lo fundamental, debido a la opción sociopolítica de los críticos universitarios por ligarse a los medios de comunicación de masas. Son los años del Boom latinoamericano, de la revolución cubana, del interés por los géneros populares, la cultura de masas. Un papel central lo cumple la reforma universitaria (1967) que impone el concepto de “cambio” en los estudios humanistas nacionales. Básicamente, la crítica intenta superar el impresionismo y la crítica biográfica e histórico positivista; tendencias críticas que quieren ser eruditas y científicas, desterrando cualquier subjetividad. Aunque si bien estamos de acuerdo con Subercaseaux en que durante los ’60 se produce una subversión de la crítica académica, no podríamos compartir con él afirmar que es en tal década donde se intensifica el interés crítico por lo social en la literatura. La crítica literaria chilena ha permitido a lo largo de su historia, la coexistencia tanto del impresionismo como de la vertiente sociológica de base positivista (cuya premisa es que el entorno social determina la idiosincrasia de los autores y sus obras). Creo que lo anterior tiene su origen en la dominancia del realismo en la literatura nacional. Esto ha redundado en que los estudios críticos privilegien ver la literatura como representación de la realidad. Podríamos afirmar así, que la crítica literaria chilena desde sus orígenes –fines del XIX- cruza crítica con sociedad; sin embargo, hay que destacar que tal cruce visibiliza lo social a partir de una perspectiva binaria, es decir lo social aparecía “representado” a partir del eje del dominio, una sociedad aristocratizante, arribista pero ligada a los altos valores versus una visión de la sociedad de los marginales, de los sectores socialmente excluidos que operaban como un muestrario de la decadencia social. El gran cambio de los ’60, será que la crítica ya no ve al otro como amenaza sino como potencia.
La gran diferencia de la crítica de cuño sociológico de fines de los sesenta con la crítica situada que plantea Said, es que el crítico literario se mantenía ligado a la verdad o a la intención de poseerla, abordarla. En cualquier caso la crítica sociológica es intervenida por el Golpe Militar de 1973. El estado de excepción impone lo que Foucault identifica como el control de los discursos mediante: “procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad”
[7]. Durante estos años la crítica literaria al interior del país, se vuelve fundamentalmente inmanentista y/o estructuralista desechando cualquier posible cruce entre literatura/sociedad. Nuevamente Foucault: “Se sabe que no se tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo, en cualquier circunstancia, en fin, no se puede hablar de cualquier cosa. Tabú del objeto, ritual de la circunstancia, derecho exclusivo o privilegiado del sujeto que habla: he ahí el juego de tres tipos de prohibiciones que se cruzan, se refuerzan o se compensan, formando una compleja malla que no cesa de modificarse” (op. cit., 3).
La dictadura impone un discurso limitado, hay literatura censurada por la ley, hay un estado de represión social que impide la circulación pública y privada de los discursos aunque sí hay discursos/sujetos legitimados/autorizados para decir. Solo con la rearticulación democrática comienza un nuevo ciclo crítico. El comienzo de los noventa coincide con el retiro de Ignacio Valente, el último crítico único o “supercrítico” como denomina T. S. Eliot al crítico que colabora periódicamente en prensa
[8]. Otro dato importante resulta ser la presencia de académicos ejerciendo la crítica literaria. Me refiero específicamente a la gestión editorial de Carlos Olivares en el suplemento “Literatura & Libros” del Diario La Época. De acuerdo a Said, el discurso crítico que considera dominante (este texto es de 1983) es aquel que se interroga por el cómo opera un texto, cómo se ensambla, cómo constituye un sistema integrado y equilibrado en su conjunto (Cf. Said 198). Esta perspectiva la denomina “funcionalista” y podemos advertirla no solo en la crítica de los ’90 sino que también en la de este nuevo siglo. Esta metodología habla técnicamente de los libros; sin embargo, marca una ruptura extremadamente pronunciada entre la comunidad de críticos y el público en general. Además, esta crítica privilegia el método, porque tal como señala Said: “un objetivo del funcionalismo es perfeccionar el instrumento de análisis tanto como la comprensión del modo de operar de un texto” (op. cit., 199). Lo anterior es claramente aplicable a la crítica académica, pero no a la crítica literaria en medios. Es necesario a estas alturas, realizar una diferenciación entre ambas. La crítica universitaria chilena se inscribe en la dominancia funcionalista; es decir, se interroga por el cómo opera un texto, cómo se ensambla, cómo constituye un sistema integrado y equilibrado en su conjunto. Le interesa evaluar y “presta demasiada atención a las operaciones formales del texto, y demasiado poca a su materialidad” (op. cit., 203). El texto aparece disociado de su mundaneidad, pero no de su condición de unidad, sistema, organismo; por tanto rechaza el experimentalismo, la fragmentariedad; es por ello que el funcionalismo se siente tan cómodo con la narrativa realista. Respecto a la crítica en prensa, habría que señalar que comparte con el funcionalismo el interrogarse por el cómo opera un texto, cómo se ensambla, cómo constituye un sistema integrado y equilibrado en su conjunto. Sin embargo no hay método ni metalenguaje; lo que sí hay es la reinstalación del impresionismo decimonónico: la presencia de un yo-autor pontificador, autoritario, poseedor del gran criterio del gusto, tendiente a la descripción del objeto (es decir el texto), fuertemente orientado a la citación de impresiones/emociones/juicios/prejuicios/intertextualidades devenidos del texto. Todo ello, liberado de argumentación y claramente dirigido a la evaluación del texto. Si bien es cierto que la crítica académica cada vez más –y esto hay que agradecerlo a los Estudios Culturales- comienza a trabajar interdisciplinariamente, por tanto se aproxima a la noción de situada, hay que señalar que mantiene un irrestricto servilismo en cuanto a la aplicación del soberano método. He allí su gran caída.
La crítica literaria en prensa, por su parte, se ha volcado a la construcción de un gran simulacro. Ni metalenguaje, ni método, pero tampoco hundida en la contingencia. Sus polémicas no van más allá de la lucha por el control del campo, sus estruendosas afirmaciones desaparecen al contacto mínimo con una realidad extraliteraria. Es decir, la crítica literaria de prensa realiza un simulacro de crítica situada. Nos encontramos así ante una crítica que genera textos/artefactos que se devoran a sí mismos y que, tal como dice Said, se convierten “en algo idealizado, esencializado, en lugar de continuar siendo el especial tipo de objeto cultural que en realidad es, con una causalidad, persistencia, durabilidad y presencia social propia de sí” (op. cit., 204). Porque la crítica en medios supone que es la crítica académica la encargada de inscribir al texto en sus coordenadas ideológicas, sociales, históricas. Del mismo modo le atribuye a la crítica universitaria la misión de operar en reversa, de dialogar con el pasado; la crítica de prensa se liga en exceso al presente, a la “novedad editorial” en el afán enfermizo de “llegar primero”, en un esfuerzo notable por desautorizar a la tarea crítica de cualquier aproximación a las instancias del control. Respecto a la situación crítica estadounidense, Said señala algo que perfectamente podemos aplicar a nuestra realidad: “[el] aislamiento de los críticos literarios respecto a las cuestiones intelectuales, políticas, morales y éticas importantes de la época” (op. cit., 220). La crítica literaria en prensa chilena, no toca “cuestiones intelectuales, políticas, morales y éticas importantes” de nuestra época. ¿Por qué? Definitivamente es porque los críticos sí saben que ellos en tanto sujetos legitimados en la práctica crítica ocupan un lugar dentro del campo cultural que no están dispuestos a perder. Temen al poder. Temen a los consorcios periodísticos. Temen a la desaparición mediática. Temen, fundamentalmente, a la práctica de un discurso que los exponga ideológicamente. Temen ser opositivos e independientes. ¿A qué se opone hoy la crítica en prensa? Se opone a convertirse en situada. Se trata así de asumir la derrota, hablemos melodramáticamente. El sistema de poder mediático necesita neutralizar a los críticos. Es por ello que hoy en día más que sujetos críticos “a la Said”, es decir situados, tenemos glosadores, reseñadores, máquinas parlantes que operan como un dispositivo neutral para hacer llegar al lector una lectura lo más “políticamente correcta” posible. La razón por la que la crítica literaria universitaria vive en la actualidad un desfase epistemológico respecto a la crítica en prensa, es que la crítica en prensa ha considerado que habita un territorio limitado: el texto. Una vez que se asume que la crítica tiene el derecho a habitar un espacio cultural polisémico, Said señala que: “la literatura desaparece como un coto aislado en el ancho campo cultural, y con él desaparece también la inocencia retórica del humanismo autocomplaciente” (op. cit., 301). Ya que hoy podemos asumir que no hay un consenso en lo que es específicamente literario; se vuelve obligatorio considerar a la literatura en un permanente devenir desterritorializante. “Ha dejado de existir una posición autorizada u oficial para el crítico literario” señala Said (op. cit., 307). Sin método soberano, además, la libertad interpretativa está aquí; tan próxima como queramos.
[1] Piglia, Ricardo. Crítica y ficción. Barcelona: Anagrama, 2001. p. 13.
[2] Benjamín, Walter. Dirección única. Madrid: Alfaguara, 1988. p. 45.
[3]Cf. De Certeau, Michel. La invención de lo cotidiano. México: Universidad Iberoamericana, 1996.
[4] Cf. Adorno, Theodor W. “El ensayo como forma” en Notas de literatura. Barcelona: Ariel, 1962.
[5] Said, Edward (1983). El mundo, el texto y el crítico. Barcelona: Debate, 2004. p. 42.
[6] Subercaseaux, Bernardo. Historia, literatura y sociedad. Santiago: CENECA, 1991.
[7] Foucault, Michel. El orden del discurso. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2002. p. 3.
[8] Eliot, T. S. Criticar al crítico y otros ensayos. Madrid: Alianza, 1967.