lunes, 15 de octubre de 2007

La ciudad lucía de Paula Ilabaca

Ilabaca, Paula. (2006). La ciudad lucía. Santiago de Chile: Mantra. 97 páginas.
Pienso en infección. Pienso en llaga. Pienso en hedor. En tormento. Y en amor. Pienso en este texto que me da vueltas, en este texto y sus ecos, que me obligan a transitar por un amor loco, un amor de locos. Un sucio amor, instalado en la voz de dos sujetos que perfectamente podría visualizar mediante la figura de un par de siameses llamados Lucía y el Ángel, atados y condenados al deseo y el horror como único lugar posible.
Sin embargo no hay seguridad alguna respecto a que Lucía sea Lucía y el Ángel sea Ángel. Es decir, que sean una entidad, una individualidad. La ciudad lucía es un texto poético que necesita interpelar a Lucía, a la madre, al ángel, a la ciudad, a nosotros, sus lectores. La interpelación es la presencia de la ley que se cumple al llamar al otro para exhortarlo e imponerle que la reconozca. Sin embargo, el sujeto interpelado puede desobedecer a la ley que lo demanda, rearticulándola, quebrándola. Desobedeciendo a la interpelación que pretende someter, “sujetar”. Por el contrario, en La ciudad Lucía, el sujeto se produce por acumulación de rearticulaciones. El yo, de tal modo, se pluraliza en su devenir y reconstruye así, mediante sucesivas entidades. Ya sea Lucía, ya el Ángel, ya la tercera persona de un narrador/hablante que, como en una obra de teatro, presenta las voces: “Lucía dice” o “el ángel” dice”.
Estamos acostumbrados a que el yo se habilite en la interpelación, me llaman/me demandan. Así se articula su posición de sujeto centrado. ¿Pero qué sucede cuándo el yo no responde en tanto entidad sólida, unificada sino que responde a la demanda violando el pacto de unidad: sujeto que demanda-sujeto demandado? El yo ha sido violado en la demanda y responde violando la convención de la demanda. El ultraje puede resignificarse entonces en la multiplicidad; así el yo originariamente sometido a la ley del centro se moviliza.
La ciudad lucía de Paula Ilabaca, transita por seis territorios: Lucía dice, Lucía las bullas, la niña Lucía, Lucía canta, Lucía café y Lucía se corre. Es esta una “poesía de bullas”, nudos e hilos de voces, como en un relato psicótico, donde los seis tramos marcan un itinerario polifónico siempre fracturado en su origen, en su linealidad, en el cual el daño se intensifica mediante la reiteración. Es precisamente la reiteración, aquello que leo o identifico como evidencia de que visibilizar la crisis, se vuelve potencia resignificante: reelaboración del sujeto.
Lucía, la vulva, las bullas, la ciudad, la madre, el ángel marrón. Voces, fragmentos de un yo, cada una de ellas travestidas incesantemente en el otro; figuras travestidas al servicio de desnaturalizar cualquier posible homogeneidad del yo. Ilabaca parodia las idealizaciones del relato heterosexual. Se rompe el binarismo y se accede a un devenir que subvierte la heterosexualidad. Lucía es Lucía y es el ángel y el Ángel es el Ángel y es Lucía: pero también son madre, sangre y vulva y pene y leche-semen y sexo oral. El supuesto privilegio heterosexual es dejado entre paréntesis en este texto; en su reemplazo, nos topamos con un deseo de devenir femenino y devenir masculino. Pero sin obligatoriedad de elegir, emergiendo de manera casi sincrónica. Obviamente podríamos leer el poema en clave de mujer, el cuerpo de Lucía frente al deseo del ángel pero, a la vez, en clave de masculinidad. La inestabilidad de la escenificación de ser hombre y ser mujer operando a mil, siempre desde la inestabilidad de sus posibles fronteras. El discurso es una bulla, en la que confluyen Lucía y el Ángel y la madre. La bulla es el torbellino de voces que habitan un cuerpo, nombrado como Lucía o que desea ser Lucía, pero Lucía contiene al Ángel y el Ángel contiene a Lucía. Vuelvo a la pregunta ¿Es un cuerpo/voz femenino o masculino?
“Si lo veo mientras duerme es esto dormir?” Hay acá dos voces superpuestas: la de Lucía y la que observa a Lucía. Lucía ve al Ángel mientras duerme y el Ángel a su vez alude a que ella duerme. Un cuerpo intervenido por tres figuras: un hablante que alguna vez incluso ve emerger alas en Lucía y en el Ángel, mientras ambos le hablan a la madre manifestando sus ganas por el otro. Porque se desean mutuamente. Porque solo pueden existir en el desgarro continuo de sus voces y deseos alternados. Estamos ante un sujeto que moviliza identificaciones, un sujeto que repite, que parodia las normas de legitimidad mediante las cuales se lo ha degradado. Es un sujeto construido a través de la repetición de su actuación, lo cual le sirve para legitimar y deslegitimar las normas de autenticidad que lo producen a él (Butler 192). Ilabaca reelabora la relación madre hija/hijo, enamorada/enamorado, sí mismo unificado/sí mismo pluralizado. La performance mordaz, funciona así como la réplica necesaria al sistema hegemónico. La escritura poética desarticula cada una de las figuras hegemónicas mediante el exceso de tal producción. Lucía y el Ángel, sobrepasan el amor romántico de entrega al otro. Es en este juego de extralimitaciones, donde Ilabaca se mueve, donde nos confunde, hiperbolizando la abyección heterosexual contenida en un sujeto. Como en la política de un baile travesti, asistimos a la puesta en escena de una lucha por la indeterminación, por el descentramiento, por la ambivalencia incesante al proponer el rompimiento del paradigma binario (masculino-femenino; heterosexual-homosexual). Ilabaca desnaturaliza los cuerpos y resignifica las categorías de sujeto. Aparece así la noción de sujeto tránsfuga ante una identidad unificante. Estamos ya ante un territorio donde la posición hegemónica de heterosexualidad necesita para legitimar su posición, la relación binaria donde lo masculino se diferencia de lo femenino, por medio de la práctica del deseo. Se desea normativamente y sexualmente a lo masculino o lo femenino. El sujeto de La ciudad Lucía, desea -a la vez- lo masculino y lo femenino, conjuntamente. Destruye así el binarismo: Lucía y el Ángel, entonces, conforman un espacio único y múltiple.
Por esta razón, puedo afirmar que este texto politiza la sexualidad, en tanto se desobedece a la posible naturalización del género, donde se debe optar por lo masculino o lo femenino. Porque asumirse desde el sexo significaría volver a reproducir el naturalismo binario sexual. Lo cual permite repotenciar la hegemonía del par masculino/femenino. Ilabaca nos lleva a entender la posibilidad de asumir el género en tanto contención no excluyente. Género y escritura devienen performativos; es decir, se construyen a través de la repetición ritual y transgresiva de normas. La mimesis cultural se reelabora por medio de la actuación de género, Lucía y el Ángel se construyen performativamente a través de actuaciones paródicas.
Estoy ante un texto que me genera confusión, porque no es fácil asumir la proliferación de actuaciones, el colapso que se produce al transgredir la unificación del sujeto, de sus discursos, de su genericidad, de su actuación. La ciudad Lucía, tal como señala Judith Butler: “llama […] a la parodia de género, a su desnaturalización [porque] detrás de cada actuación de feminidad no hay ninguna mujer; detrás de la actuación de lesbianismo no hay ninguna lesbiana; detrás de la actuación de heterosexualidad no hay ningún/ninguna heterosexual” (Suárez 1-2, traducción mía). La parodia de género que realiza Paula Ilabaca, se orienta a escenificar o “performear” (sic) que tanto Lucía como el Ángel devienen, son, existen, en un tormentoso, esquizo e irreductible presente y que no hay nada más que este contínuo y alucinante devenir.
La ciudad lucía me lleva a recuperar el concepto de escritura “trabajada” con precaución, una letra que jamás cede en su propuesta. El año 2003, bajo el sello Ediciones Contrabando del bando en contra, leí Completa, el primer libro de Paula Ilabaca, y pude advertir -entre otras cosas- la presencia de la masculinidad como amenaza, el desajuste verbal tendiente a exponer la no-salida y la vejación permanente. Leo ahora La ciudad lucía, bajo el sello Editorial Mantra, y veo un giro hacia una política del texto mucho más clara y segura, porque se ha intensificado y complejizado aquella estética de lo abyecto; un texto en el cual se devela, con extrema habilidad, que los límites ya sean de género o la solidez de la razón, son tremendamente frágiles.
Bibliografía
Butler, Judith. Cuerpos que importan. Buenos Aires: Paidós, 2002.
Suárez, Beatriz. “Queeremos tanto a Judith Butler: Diálogos (non sempre armónicos) entre teoría feminista, teoría gai e lesbiana e teoría queer”. Tempos, Nº 86, xullo 2004.

La crítica literaria chilena desde la perspectiva de Edward Said

Ricardo Piglia señala que la literatura es un campo de lucha[1] . La asociación de crítica con “lucha” ya estaba presente en “La técnica del crítico en trece tesis” de Walter Benjamín quien señala como primer principio: “I. El crítico es un estratega en el combate literario”[2]. Pero ¿qué sería aquello que se disputa? En principio, el poder detentar verdad, pero también legitimidad, posiciones más centrales en el campo literario, influencia, etc. En lo que sigue, intentaré demostrar que la presencia hegemónica del paradigma impresionista/inmanentista ha contribuido, entre otros factores claro está, a la persistente decadencia de la crítica literaria en prensa en Chile, con la consiguiente pérdida casi absoluta de influencia más allá del campo propiamente literario. Lo que está en juego en esto es si la crítica literaria podrá pensarse a sí misma con otros roles culturales, más allá de la evaluación de libros y autores.
Michel de Certeau afirma que las estrategias son o pertenecen a los "fuertes"[3], en cuanto cálculo de relaciones de fuerzas en torno a un "lugar" que se constituye a partir de un sujeto de voluntad y poder. Las tácticas, entretanto, pertenecen a los "débiles", y pueden ser entendidas como artes o acciones calculadas teniendo como único "lugar" el lugar diseñado por el otro; es decir, toda táctica se realiza con referencia a ese lugar diseñado por quienes deciden las estrategias y las implementan. Toda estrategia se piensa, se elabora, se pone en práctica, desde un lugar (una organización, una institución, un grupo, por lo general extraño a los sectores populares) ocupado por sujetos de voluntad y poder; es decir, por sujetos que deciden qué quieren decir y hacer, y luego lo dicen y lo hacen. De acuerdo a De Certeau, habría que identificar al crítico en tanto sujeto fuerte, un sujeto territorializado, instalado en el lugar seguro de su disciplina. Sin embargo, nuevamente siguiendo a De Certeau, tendríamos que virar esta figura omnipotente del crítico hacia un sujeto capaz de situarse en el nivel de la táctica, un sujeto que permanentemente deviene y que, por tanto, se encuentra en continua desterritorialización. Abordar entonces al homo criticus, a partir de su condición de sujeto que utiliza ya no estrategias sino tácticas, tácticas del débil que jamás pierdan de vista el lugar desde donde se impone la estrategia de disciplinamiento. La crítica literaria chilena, especialmente la publicada en la prensa, vive encerrada en una paradoja, a saber: en apariencia subsiste en tanto pensamiento estratégico, pareciera que los críticos estuvieran dibujando el escenario del gusto y del consumo literario, marcando las posiciones de centralidad y marginalidad que ocupan los autores y los libros. Sin embargo, esto no pasa de ser solo una apariencia. El quehacer crítico tiene su diseño fuera de su propio campo, es decir, en las estrategias de consumo promovidas por el mercado. Es, por lo tanto, una actividad táctica. Pero no es un ejercicio táctico de resistencia, sino de acople o acomodo a los lineamientos de la estrategia. Nos vemos así expuestos a la multiplicación de actos críticos cuyo sedimento es la voluntad de poder o más bien la consolidación del lugar táctico amparado por el poder estratega tendiente a establecer una institución crítica juzgadora y jerarquizante, mediadora en tanto dispositivo capaz de intermediar entre el autor/la obra y los gustos de un público asumido específicamente como consumidor.
Benjamín liga libros con prostitutas y dice: “Los libros y las prostitutas ventilan sus discusiones en público” (op. cit., 48); libros y prostitutas en el espacio público. Ahora yo, podría señalar, completando la cita, que el crítico- lector -el cabrón, el chulo, el proxeneta- será la tercera pieza de esta tríada ya que también ventila sus discusiones en público; sin embargo, habría que intentar darle un giro a esta tríada. Porque Benjamín cuando alude a los libros y las putas, lo hace a partir de la denuncia de una lógica de espectáculo, de mera ventilación. Entonces: me parece no solo posible sino necesario que tanto el libro como la prostituta y el crítico asuman en el lugar de lo público su opositividad, su vinculación con valores sociales, políticos, ideológicos. El cambio radical, será de tal modo, revertir la lógica del táctico cómplice y devenir táctico de resistencia. Porque el libro y la prostituta –como señala Benjamín- durante años ceden a todo por “amor”, “hasta que un día aparece en la calle, convertido en un voluminoso ‘corpus’ que se pone en venta” (op. cit., 48). Para tales efectos, deberá deconstruir el formato crítico convencional. Asumir entonces, tal como señalaba Theodor Adorno respecto al ensayo en tanto género[4], que no puede adscribirse ni a la ciencia ni a la filosofía, en vista de su índole intermedia y, que, siendo uno de sus imperativos el ludismo (la capacidad del ensayista de liquidar las premisas de que parte) no ha de considerarse ensayo aquel escrito que de alguna manera proponga o defienda un dogma, una ortodoxia, fundado en un yo autoritario, explicativo. Apostar entonces, por la opacidad del discurso en la cual el crítico pueda escenificar ya no su objetividad mediante estrategias que lo sitúen como un sujeto aséptico, no contaminado con una postura sobre el texto cuando este dialoga con el contexto. El crítico se asume como una supraconsciencia, una suerte de mirada omnisciente, sin nostalgia, solo exhibiendo posibilidades. Las políticas de autoafirmación social, intelectual se imponen más que la postura o el deseo de manifestarse como un crítico que lee desde la crisis y el compromiso. Hemos sido sobre-educados para no disentir, para situarnos a-críticamente o, por lo menos, para develar crisis pero no comprometerse con ninguna. Siempre se impone lo conciliatorio. La literatura, tal como señala Ricardo Piglia es “un espacio fracturado, donde circulan distintas voces que son sociales” (op. cit., 11). Es aquí donde se revela la posibilidad de fracturar este devenir crítico débil, no consciente de su cada vez más devaluado devenir en el campo cultural. Se debe, entonces, dejar que lo social se instale al interior mismo de lo literario. Para ello, desde la perspectiva crítica de E. Said, es el propio crítico quien debe concebirse como aquel sujeto “que reconstruye su vida en el interior de los textos que lee… porque toda crítica se escribe desde un lugar preciso y desde una posición concreta” (op. cit., 13).
En El mundo, el texto y el crítico E. Said señala que la crítica siempre está situada: “es escéptica, secular y está reflexivamente abierta a sus propios defectos”[5]. Esto solo puede suceder si el sujeto tiene conciencia crítica de sí y del contexto. Ya no será entonces posible, una crítica inmanentista o tendiente solo a aplicar modelos teóricos. El crítico literario ya no podrá instalarse como una entidad ligada a la verdad, a la revelación de la supuesta esencia del texto. La crítica situada privilegia entonces, la subjetividad, los valores políticos, sociales y humanos del sujeto crítico. Porque los textos están: “siempre enredados con la circunstancia, el tiempo, el lugar y la sociedad; dicho brevemente, están en el mundo y de ahí que sean mundanos” (op. cit., 54). La crítica secular se caracteriza entonces, fundamentalmente por su carácter mundano y “oposicional”; esto es, irreductible a cualquier doctrina o posición política sobre una “determinada cuestión” (op. cit., 46). Ejercer la crítica no es ni validar el statu quo ni unirse a una casta sacerdotal de acólitos y metafísicos dogmáticos (op. cit., 16). El crítico debe sospechar de cualquier totalización, de cualquier forma de reificación; para evitar caer en el monologismo. Este tipo de crítica solo podrá ejercerse al margen y más allá del consenso que gobierna hoy en día el arte (op. cit., 16).
De acuerdo a Bernardo Subercaseaux[6] la crítica literaria chilena se moderniza, en lo fundamental, debido a la opción sociopolítica de los críticos universitarios por ligarse a los medios de comunicación de masas. Son los años del Boom latinoamericano, de la revolución cubana, del interés por los géneros populares, la cultura de masas. Un papel central lo cumple la reforma universitaria (1967) que impone el concepto de “cambio” en los estudios humanistas nacionales. Básicamente, la crítica intenta superar el impresionismo y la crítica biográfica e histórico positivista; tendencias críticas que quieren ser eruditas y científicas, desterrando cualquier subjetividad. Aunque si bien estamos de acuerdo con Subercaseaux en que durante los ’60 se produce una subversión de la crítica académica, no podríamos compartir con él afirmar que es en tal década donde se intensifica el interés crítico por lo social en la literatura. La crítica literaria chilena ha permitido a lo largo de su historia, la coexistencia tanto del impresionismo como de la vertiente sociológica de base positivista (cuya premisa es que el entorno social determina la idiosincrasia de los autores y sus obras). Creo que lo anterior tiene su origen en la dominancia del realismo en la literatura nacional. Esto ha redundado en que los estudios críticos privilegien ver la literatura como representación de la realidad. Podríamos afirmar así, que la crítica literaria chilena desde sus orígenes –fines del XIX- cruza crítica con sociedad; sin embargo, hay que destacar que tal cruce visibiliza lo social a partir de una perspectiva binaria, es decir lo social aparecía “representado” a partir del eje del dominio, una sociedad aristocratizante, arribista pero ligada a los altos valores versus una visión de la sociedad de los marginales, de los sectores socialmente excluidos que operaban como un muestrario de la decadencia social. El gran cambio de los ’60, será que la crítica ya no ve al otro como amenaza sino como potencia.
La gran diferencia de la crítica de cuño sociológico de fines de los sesenta con la crítica situada que plantea Said, es que el crítico literario se mantenía ligado a la verdad o a la intención de poseerla, abordarla. En cualquier caso la crítica sociológica es intervenida por el Golpe Militar de 1973. El estado de excepción impone lo que Foucault identifica como el control de los discursos mediante: “procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad”[7]. Durante estos años la crítica literaria al interior del país, se vuelve fundamentalmente inmanentista y/o estructuralista desechando cualquier posible cruce entre literatura/sociedad. Nuevamente Foucault: “Se sabe que no se tiene derecho a decirlo todo, que no se puede hablar de todo, en cualquier circunstancia, en fin, no se puede hablar de cualquier cosa. Tabú del objeto, ritual de la circunstancia, derecho exclusivo o privilegiado del sujeto que habla: he ahí el juego de tres tipos de prohibiciones que se cruzan, se refuerzan o se compensan, formando una compleja malla que no cesa de modificarse” (op. cit., 3).
La dictadura impone un discurso limitado, hay literatura censurada por la ley, hay un estado de represión social que impide la circulación pública y privada de los discursos aunque sí hay discursos/sujetos legitimados/autorizados para decir. Solo con la rearticulación democrática comienza un nuevo ciclo crítico. El comienzo de los noventa coincide con el retiro de Ignacio Valente, el último crítico único o “supercrítico” como denomina T. S. Eliot al crítico que colabora periódicamente en prensa[8]. Otro dato importante resulta ser la presencia de académicos ejerciendo la crítica literaria. Me refiero específicamente a la gestión editorial de Carlos Olivares en el suplemento “Literatura & Libros” del Diario La Época. De acuerdo a Said, el discurso crítico que considera dominante (este texto es de 1983) es aquel que se interroga por el cómo opera un texto, cómo se ensambla, cómo constituye un sistema integrado y equilibrado en su conjunto (Cf. Said 198). Esta perspectiva la denomina “funcionalista” y podemos advertirla no solo en la crítica de los ’90 sino que también en la de este nuevo siglo. Esta metodología habla técnicamente de los libros; sin embargo, marca una ruptura extremadamente pronunciada entre la comunidad de críticos y el público en general. Además, esta crítica privilegia el método, porque tal como señala Said: “un objetivo del funcionalismo es perfeccionar el instrumento de análisis tanto como la comprensión del modo de operar de un texto” (op. cit., 199). Lo anterior es claramente aplicable a la crítica académica, pero no a la crítica literaria en medios. Es necesario a estas alturas, realizar una diferenciación entre ambas. La crítica universitaria chilena se inscribe en la dominancia funcionalista; es decir, se interroga por el cómo opera un texto, cómo se ensambla, cómo constituye un sistema integrado y equilibrado en su conjunto. Le interesa evaluar y “presta demasiada atención a las operaciones formales del texto, y demasiado poca a su materialidad” (op. cit., 203). El texto aparece disociado de su mundaneidad, pero no de su condición de unidad, sistema, organismo; por tanto rechaza el experimentalismo, la fragmentariedad; es por ello que el funcionalismo se siente tan cómodo con la narrativa realista. Respecto a la crítica en prensa, habría que señalar que comparte con el funcionalismo el interrogarse por el cómo opera un texto, cómo se ensambla, cómo constituye un sistema integrado y equilibrado en su conjunto. Sin embargo no hay método ni metalenguaje; lo que sí hay es la reinstalación del impresionismo decimonónico: la presencia de un yo-autor pontificador, autoritario, poseedor del gran criterio del gusto, tendiente a la descripción del objeto (es decir el texto), fuertemente orientado a la citación de impresiones/emociones/juicios/prejuicios/intertextualidades devenidos del texto. Todo ello, liberado de argumentación y claramente dirigido a la evaluación del texto. Si bien es cierto que la crítica académica cada vez más –y esto hay que agradecerlo a los Estudios Culturales- comienza a trabajar interdisciplinariamente, por tanto se aproxima a la noción de situada, hay que señalar que mantiene un irrestricto servilismo en cuanto a la aplicación del soberano método. He allí su gran caída.
La crítica literaria en prensa, por su parte, se ha volcado a la construcción de un gran simulacro. Ni metalenguaje, ni método, pero tampoco hundida en la contingencia. Sus polémicas no van más allá de la lucha por el control del campo, sus estruendosas afirmaciones desaparecen al contacto mínimo con una realidad extraliteraria. Es decir, la crítica literaria de prensa realiza un simulacro de crítica situada. Nos encontramos así ante una crítica que genera textos/artefactos que se devoran a sí mismos y que, tal como dice Said, se convierten “en algo idealizado, esencializado, en lugar de continuar siendo el especial tipo de objeto cultural que en realidad es, con una causalidad, persistencia, durabilidad y presencia social propia de sí” (op. cit., 204). Porque la crítica en medios supone que es la crítica académica la encargada de inscribir al texto en sus coordenadas ideológicas, sociales, históricas. Del mismo modo le atribuye a la crítica universitaria la misión de operar en reversa, de dialogar con el pasado; la crítica de prensa se liga en exceso al presente, a la “novedad editorial” en el afán enfermizo de “llegar primero”, en un esfuerzo notable por desautorizar a la tarea crítica de cualquier aproximación a las instancias del control. Respecto a la situación crítica estadounidense, Said señala algo que perfectamente podemos aplicar a nuestra realidad: “[el] aislamiento de los críticos literarios respecto a las cuestiones intelectuales, políticas, morales y éticas importantes de la época” (op. cit., 220). La crítica literaria en prensa chilena, no toca “cuestiones intelectuales, políticas, morales y éticas importantes” de nuestra época. ¿Por qué? Definitivamente es porque los críticos sí saben que ellos en tanto sujetos legitimados en la práctica crítica ocupan un lugar dentro del campo cultural que no están dispuestos a perder. Temen al poder. Temen a los consorcios periodísticos. Temen a la desaparición mediática. Temen, fundamentalmente, a la práctica de un discurso que los exponga ideológicamente. Temen ser opositivos e independientes. ¿A qué se opone hoy la crítica en prensa? Se opone a convertirse en situada. Se trata así de asumir la derrota, hablemos melodramáticamente. El sistema de poder mediático necesita neutralizar a los críticos. Es por ello que hoy en día más que sujetos críticos “a la Said”, es decir situados, tenemos glosadores, reseñadores, máquinas parlantes que operan como un dispositivo neutral para hacer llegar al lector una lectura lo más “políticamente correcta” posible. La razón por la que la crítica literaria universitaria vive en la actualidad un desfase epistemológico respecto a la crítica en prensa, es que la crítica en prensa ha considerado que habita un territorio limitado: el texto. Una vez que se asume que la crítica tiene el derecho a habitar un espacio cultural polisémico, Said señala que: “la literatura desaparece como un coto aislado en el ancho campo cultural, y con él desaparece también la inocencia retórica del humanismo autocomplaciente” (op. cit., 301). Ya que hoy podemos asumir que no hay un consenso en lo que es específicamente literario; se vuelve obligatorio considerar a la literatura en un permanente devenir desterritorializante. “Ha dejado de existir una posición autorizada u oficial para el crítico literario” señala Said (op. cit., 307). Sin método soberano, además, la libertad interpretativa está aquí; tan próxima como queramos.
[1] Piglia, Ricardo. Crítica y ficción. Barcelona: Anagrama, 2001. p. 13.
[2] Benjamín, Walter. Dirección única. Madrid: Alfaguara, 1988. p. 45.
[3]Cf. De Certeau, Michel. La invención de lo cotidiano. México: Universidad Iberoamericana, 1996.
[4] Cf. Adorno, Theodor W. “El ensayo como forma” en Notas de literatura. Barcelona: Ariel, 1962.
[5] Said, Edward (1983). El mundo, el texto y el crítico. Barcelona: Debate, 2004. p. 42.
[6] Subercaseaux, Bernardo. Historia, literatura y sociedad. Santiago: CENECA, 1991.
[7] Foucault, Michel. El orden del discurso. Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 2002. p. 3.
[8] Eliot, T. S. Criticar al crítico y otros ensayos. Madrid: Alianza, 1967.

Mama Marx de Carmen Berenguer

Berenguer, Carmen. (2006). Mama Marx. Santiago de Chile: LOM. 132 páginas.
Patricia Espinosa H.[1]
Carmen Berenguer desde la poesía escribe sobre la escritura y convoca, desde allí, a la mujer, al sujeto amoroso, la globalización, el desamor, la cartografía de la urbe; así, desplaza su mirada aguijoneante[2], como un incendio, un vendaval furibundo, y nos entromete en un itinerario en el cual descender es ascender. Su voz alguna vez enfrentada al monólogo autoritario impuesto por la dictadura, hoy se ubica frente al monólogo impuesto por el libre mercado, por la sociedad del hiperconsumo y la desigualdad sacralizada fatalmente por el discurso concertacionista. La poeta Berenguer, asume en su escritura la perspectivización de lo real y el entramado discursivo plurivocal, en una alternancia que responde y desafía a la monotonía imperante. Su perplejidad ante el fracaso, ante la pérdida, construye una secuencia de escenas para ejecutar su arte del decir, que es un arte de pensar y un arte de la crítica y de la memoria que no se remite sólo al pasado. Porque Berenguer efectúa una composición de lugar inventariando, desplazándose por fragmentos de tiempo, articulándolos desde atrás hacia delante, desde allá hasta el más acá. Así, la memoria crece, vigila, acecha y se forma al nacer del otro y al perderlo[3].
Mama Marx es un texto configurado por cinco escenas.
Primera Escena: Anticristo: Diecisiete textos en torno a la figura del Anticristo de Santiago. La loca travesti fantasmal y ensimismada que recorre el centro de la ciudad citando -en su cuerpo- rastros de la vieja obrera del carbón; “la loca trágica”, dice la poeta, refiriéndose a esta figura que cruza la nueva ciudad engalanada, “maiamizada”, lista para la venta. La poeta nos enfrenta a esta figura como sujeto funcional a esta seudoposmodernidad chilena. El fetiche necesario para adornar el registro de la “neovanguardia nacional”. El Anticristo deviene “loco cultural”, el último delirio de este territorio que simula ser posmo y que anhela ver al artista total que señala: “Los socialísimos ahora son social demócratas porque se fueron a Europa y tomaron cursísimos de manejo y aprendieron a ayudar a los pobrísimos y los estudiantísimos y a los trabajadorísimos del paisísimo” (24). Hoy, en este inicio de siglo, la loca fantasmal ya no conmueve, ya no sorprende más que: “a los estudiantes de escuelas privadas que les interesa recoger algún vestigio del pasado […] Tal vez un cliché para sus dormidos sueños de juventud. Tal vez un deseo vetusto de olor a margen” (26) pero no de ese margen constituido de: “agujeros y covachas al margen de otro margen más violento en la urbe del sur” (26). Berenguer no duda en situar en medio de esta urbe modernizada a Narciso reflejado en sus múltiples espejos, orientando su palabra a la acción y así señalar: “usé el cuchillo y corté la verga de Narciso a ver si su rostro se transfiguraba en la hoja de papel celofán” (29). Castración del poder que se reproduce en la ciudad y luego la emergencia del deseo que transforma. Como si fuera posible que Narciso detuviera su mirar y romper con ello el vicioso círculo de espejeos automitificadores del orden político nacional.

Segunda escena: Oscuros campos de la República: Surge acá un contrapunto entre un discurso amoroso y la crítica a la representación de la realidad que impone el poder y los massmedia. La catástrofe no sólo se limita al territorio nacional sino que también a Latinoamérica. Es el Imperio el que se instala y reproduce en la pantalla, como si fuera un relato inocuo. La pantalla genera un relato manchado de sangre y violencia, los viejos izquierdistas están así indignamente haciendo uso de nuestras palabras/ideales/consignas. Dice la poeta: “El país nunca volvió. Una máquina de aditivos se agregaría a la /depredación póstuma […] [en] la pequeña/ nación/empresa” (37). Versos complejos y completos, tristes y certeros. El país nunca volvió y nosotros creímos, apostamos que volvería. Berenguer cruza su texto poético con la crítica, hace de la crítica un asunto suyo, realiza gestos de visibilización dentro de un entorno que quiere todo lo contrario: neutralizar los discursos de resistencia, acotar el lugar del arte al de la autonomía de lo político, social, histórico. “Los tiempos del exterminio -1987” es un poema en el que la sujeto expone su horror ante las imágenes generadas por la televisión: “Comienzo del simulacro prisionero que sabe que no hay/ realidad.” (38). Berenguer constantemente alude a la caída de las utopías en medio de la sociedad mediatizada, vigilada. El límite entre la ficción y la realidad es cada vez más difuso, el límite entre lo que es simulado y lo que existe de verdad es una línea muy fina. El Simulacro[4] crea una realidad a través del arte, las mitologías, las tecnologías y los medios de comunicación. Esta simulación se da por real y todo se convierte entonces, en aquello que es dictado por modelos ideales presentados por los medios, por el poder. La frontera entre la imagen, o simulación, y la realidad implosiona (se desmorona). Esto crea un mundo de hyper-realidad en donde las distinciones entre lo real y lo irreal se hacen difusas. Frente al nuevo orden “del espectáculo”, Berenguer instala una estética de la existencia que también podría ser una “estética de la resistencia”. Una estética que se niega a la desilusión porque cree en la crítica siempre torcida, siempre desviada, digna, incluso ante esa otra crítica generada por el sistema, en tanto artefactos que funcionan como simples productos en la cadena del consumo. Berenguer como una lente cinematográfica, un ojo nómade, realiza un barrido que da testimonio, un barrido que recoge fragmentos para narrar un viaje que tiene su lugar en este texto, lugar de memoria. La poeta vuelve a decirnos: “Se interrumpió nuestra movie. ‘Locos de amor’ se interrumpió nuestra movie. Un extra ilumina la pantalla. El extra inmovilizó nuestro movie, ‘Locos de amor’. Un extra entró en nuestras vidas y nos empañó el movie. Un extra entró en nuestras pesadillas. Un extra nos disparó en la cama” (44). Su vida se torna, irónicamente un filme negro, una historia de amor trizada por la muerte que irrumpe en el espacio privado. Ya no hay lugar de amparo posible y la enamorada señala luego: “En lata fría mohosa agujereada. ¿Es mío este cadáver?/ Sí, musité apasionadamente” (44). Es el dolor de reconocer al amado, asesinado, ¿cómo no pensar en la figura de las mujeres que reconocieron a sus cuerpos amados masacrados por la dictadura?

Escena Tres: Puente del Arzobispo, Puente Pío Nono, Puente Nómade, Puente Zurdo, Bar Jaque Matte, Bar El Castillo: Cuatro puentes y dos bares. La arquitectura de la ciudad vívida, vivida, habitada, ya no el entorno de la habitación, el espacio cerrado y la pareja enfrentada al abismo, como en un filme de Godard. Surge ahora la escritura nocturna, surge una secuencia de nocturnos y su vinculación fílmica, esta vez con Pasolini y Fellini. El realismo de calle, la lengua callejera, que da identidad y el puente como gran símbolo. La sujeto que habla dice. “Estoy al lado de acá del río. He atravesado su corriente:/ Me ha volcado:/ Soy su corriente./ […] despeñadero de cuerpos por el río” (55). El trazado urbano es apropiado para la voz de la poeta, quien recrea el lugar, se lo adueña cambiando los nombres de cada puente, de cada calle por retazos de su vida. Estar en el límite es el fatum de la voz lírica que se diversifica en perra, en puente, en enamorada, en cuerpo sangriento, prostituta. Figuras que no le temen al puente como símbolo patriarcal que delimita y marca fronteras, aunque también son las líneas horizontales de un cuaderno donde escribir. La sujeto ha entrado en una suerte de éxtasis, de orgásmico devenir; tramada en la noche desea y nada podrá detenerla. La calle es éxtasis amargo, ácido, como las palabras de Berenguer. “Una cacha por hora un cielo y nada más”. Es el coito, el excedente que convoca sentido de vida y da fuerza para la despedida: “Adiós carnaval posmoderno para perderlo todo en la derrota” (64). Canto de derrota, de fracaso, de pérdida, pero también de goce, “quiero echárteme” dice la voz mientras “los cuerpos aparecen,/ días/ y días/ ahogados” (70). Son los cuerpos muertos que flotan por el río, los que una y otra vez se aparecen en una política del texto cuyo eje es la recuperación de la historia, la visibilización de los daños, del dolor en medio de gestos, imágenes fragmentarias de pasión, de canto amoroso, de canto erótico, de bares como el Jaque Mate y El Castillo, maquillados o trizados por el carnaval posmoderno; para así, luego, ser rearticulados por esta voz, por su memoria. “Una pasión arde y la letra quema” (75) nos dice Berenguer.

Cuarta Escena: Filigrana: Textos introducidos por la irónica verbosidad del “Podemos”, la voz ahora habla en colectivo; así, desde la estética hacia el texto político, hacia el cuerpo politizado de la poesía, la escritura -en este segmento- invoca nuestro rol combativo, fundamentalmente manipulando la naturaleza y el espacio de la escritura: “Todo lo podemos en estas páginas blancas como/ cojines para el sueño, mi querido Mallarmé, al/ llenarlas con plumas de avestruz” (99). Todo convoca a las mil posibilidades del yo, a la falta de límites atribuida a la escritura o lectura en filigrana, como ha señalado Severo Sarduy[5] respecto al barroco latinoamericano. Leer en filigrana, o escribir en filigrana, es la posibilidad de leer/escribir el texto como desfiguración de una obra anterior. Berenguer escribe en filigrana, y devienen Huidobro, Neruda, Mistral, Nietzche, Adrienne Rich, Alejandra Pizarnik, Sor Juana, Mallarmé, Lihn, Violeta Parra, Góngora, Darío y, por supuesto, su padre De Rokha.

Quinta Escena. Jogging jogging por la lengua local: Segmento que se abre con una carta dirigida a la poeta por un emisor desconocido. Dispositivo que logra exponer parte de la poética de Berenguer. Así señala: “es importante tener una estrategia, una severa mirada a sí misma […] es importante decir aquello que no se sabe decir […] Ud. emplea una multiforma para ahuyentar la simple y llana con-versación. Conversión que le produce un desmesurado placer al igual que a mí. Porque el placer estético de la forma es soberano, sin duda ético, en sí mismo”. (104). Porque mama Marx denuncia su estrategia al doblar voces, porque su voz es versátil, reconocer autores mayores y negarse a la autocomplacencia; la poesía, señala, es decir lo que no se sabe decir; de tal modo, es crear una lengua, una sintaxis incluso, crear un nuevo orden del discurso. Berenguer juega con las formas, las corrompe y también las respeta. Filigranas. Y apuesta, por un habla que recoge trazas del canto y la lira popular, ejecuta parodias de Neruda, Góngora, inserta figuras del cómics, Lulú, Mafalda, Tarzán y su lenguaje: ¡Wana! ¡Wana! ¡Bundolo! ¡Bundolo!. Hay risa hacia el final de este texto o, más bien, cruda ironía cuando dice: “El habla es de la tribu./ La poesía ha muerto. ¡Viva la diosa blanca!/ Yo quiero una llave, abrir un torrente/ Una sola línea./ Mi peso en blanca” (119-120) o cuando al parodiar a Neruda señala: “Sucede que me canso de hablar por hablar” (121) como si el desencanto atravesara por fin su discurso; para luego volver con fuerza a decir: “Sucede que murieron muchos,/para que ganaran unos pocos./ Eso lo aprendimos viendo películas” (121) o “Morir de amor por el arte,/ morir por esta pobreza./ Morir en fin, por lo que me embarga” (121).
La nueva hegemonía político-cultural chilena exilia las disidencias, lo sabemos; la expulsión del pequeño reino permitirá la expiación del pecado. Sabemos también que vivimos inmersos en la circulación de textos escenificados por la prensa y el gentil apoyo de las editoriales, como representativos de una nueva poesía o una nueva narrativa despolitizada, aspirando furibundos a jugar en las ligas europeas cuando apenas alcanzan a meter un par de goles en casa. En compensación, nos quedan estas escrituras intensas y conmovedoras. Gran compensación. mama Marx, es un texto testimonial, una memorabilia que expone una estética de la resistencia de modo impecable, sin transar, dispuesta al gran costo del silenciamiento crítico, a la tachadura en la página cultural del fin de semana. Berenguer sospecha al igual que Freud, Nietzche y Marx. Su sospecha rabiosa y triste, tajeada a ratos de sarcasmos, no baja la guardia, y sospecho que ya no la bajará, por todo aquello que la embarga, que nos embarga, la conmueve y que nos conmueve.
[1] Crítica literaria y profesora de literatura en la PUC y Universidad de Chile.
[2] Helene Cixous, La risa de la medusa. Barcelona: Anthropos, 1995.
[3] De Certeau, La invención de lo cotidiano. México: Universidad Iberoamericana, 1996.
[4] Cf. Baudrillard, Jean. Cultura y simulacro. Barcelona: Kairos, 2005.
[5] Cf. Valeria Añón, “El laberinto (neo) barroco” http://www.iberoamericana.de/articulos-pdf/24-anon.pdf y Severo Sarduy: Ensayos generales sobre el barroco. Buenos Aires: Sudamericana, 1974.